jueves, 7 de mayo de 2009

Banyoles, dos mil dieci...


¿A qué se renuncia cuando tienes un hijo? A mucho, a mucho, a tu identidad, a aquello que te define. En mi caso, han sido muchas las renuncias desde hace tres años, pero tal vez la más dolorosa fua la buena costumbre que tenía de hacer deporte, prácticamente, a diario. No quiero decir que fuera una gran deportista, pero sí tenía bastante disciplina, y ésta sí me definía. De hecho creo que fue el hecho de perder el control sobre mi propia disciplina lo que, al fin, me desequilibró.
Hoy he conseguido escaparme e ir a nadar y mientras lo hacía he pensado en un objetivo: nadar por quinta vez la travesía de Banyoles. Lejos quedan los planes que hacía con Anabel, en la escuela de cerámica, de hacer la de Santa Pola-Tabarca. Ya no tengo 25 años. No pretendo tanto, sólo Banyoles. Ni siquirea he podido poner fecha, año en el que lo nadaré, pero sé que lo haré. Así que, prepárate Oto, tu madre va a volver a nadar... ¡Nos vemos en Tabarca!

1 comentario:

  1. Y tal vez lo peor de todo sea lo poco que cuesta pensar que 'vale la pena'. Ahí está él, Oto, Teo, Carlos… es igual, porque persiste por encima del nombre, incólume ante el desaliento. Tú suspiras por aquellos gloriosos días en los que tu máxima era el egotismo, esos tiempos en los que corrías, nadabas, reías, ibas al cine, salías… daba lo mismo. Hacías cuanto se te antojaba sin rendir cuentas a nadie (o casi). ¿A la montaña? Pues a la montaña. ¿A la playa? Pues a la playa, sin crema depilatoria ni nada. Y de pronto, un día, se fue. Has dejado de ser 'yo' para ser 'nosotros', o mejor, para ser 'el nano y yo', arrinconado en el interior de un pronombre que ya no indica lo mismo que antes. Y de repente, cuando todo intento por recuperar tu vida pretérita resulta fútil, llega Oto, Teo o Manolito Gafotas y, sin venir a cuento, te abraza, o te sonríe inesperadamente, o te llena la mejilla de babas. Y es entonces cuando lo poco que de ti quedaba en ese 'yo' desaparece por completo, y dices: 'bueno, vale la pena'. Y con ese último pensamiento te imbuyes por completo en esa pertinaz atrofia cerebral que se conoce comúnmente como 'paternidad', y acabas fundiéndote como la bruja mala del Oeste con las babas de tu hijo, sin chapines rojos que te devuelvan a casa. ¡Mierda de vida, coño! ¡Y encima soy feliz!

    ResponderEliminar